Otra de las lecciones que he aprendido en este viaje tiene que ver con
la generosidad. Es curioso, pero las personas más generosas muchas veces
son las que menos tienen. Tendemos a dar a los demás lo que nos sobra, y
lo que a mí me deja sin palabras es ver que personas que no tienen
prácticamente para comer comparten lo poco que tienen contigo o incluso
te lo ofrecen antes que quedárselo para ellos mismos. Esto es para mí
la auténtica generosidad.
Pero hay otra cosa que comparten en otros países «menos desarrollados»,
muchísimo más que en nuestras sociedades más «ricas». Es algo muy
valioso, que todos apreciamos mucho y que todos tenemos y podríamos dar a
los demás de forma más generosa: el tiempo. Me he encontrado con mucha
gente, en la calle, por ejemplo, que me ha regalado mucho tiempo para
hablar conmigo, regalarme una sonrisa, explicarme y orientarme,
invitarme un café o té, incluso acompañarme a mi destino, simplemente
por el hecho de compartir y conversar. Sin mirar el reloj ni mucho menos
el móvil. Me da qué pensar, sobre nuestra sociedad civilizada, donde
siempre vamos con prisas y corriendo, donde a veces estamos físicamente
delante de un amigo y estamos en otra conversación a la vez con el
móvil, estamos oyendo, pero no escuchamos, nuestra mente está en varios
sitios a la vez… ¿Cuántas veces
nos paramos por la calle a hablar con alguien que no conocemos o a
ofrecerle muestra ayuda? ¿Cuánto tiempo dedicaríamos a un extranjero que
necesita ayuda? ¿Acompañaríamos a alguien perdido o que tiene problemas
con el idioma a su destino? En esa reflexión, a mí, desde luego, me
queda mucho por cambiar, me he dado cuenta de que no querría perder esa
capacidad de «re-conocer al otro», tomar tiempo para dedicar a los
demás, para compartir y ofrecer una sonrisa, mirar a los ojos y «ver de
verdad»… Creo que de ahí parte la verdadera generosidad, dar a los
demás lo más valioso para nosotros: nuestro tiempo.